26/2/11

Un capricho de la memoria

Mientras se duerme, quién sabe por qué, la memoria destapa caprichosamente algún recuerdo. Hoy he despertado reviviendo aquella tarde en la que mi tía Minerva, cercana ya su muerte, me pidió que la llevara a ver el mar. Yo me coloqué a su lado, de pie; no puedo recordar si ella también estaba de pie o sentada en su sillón de ruedas, y este olvido sí que se me antoja caprichoso, extraño. Sólo conservo en mi memoria la solemnidad de su gesto, de su silencio, la hondura de su mirada que no puedo definir como interrogadora por temor a añadirle una interpretación que puede ser errónea. ¿Qué miraba mi tía cuando miraba el mar, qué sentía, en qué pensaba? ¿Se despedía? ¿Oraba? ¿O simplemente se entregaba a la sensación, al disfrute del roce y de los olores del viento marino, a la contemplación de la luz vespertina que en San Juan puede hacer del océano una llama móvil y dorada lo mismo que un llanto con fijeza de metal plomizo? Yo solamente permanecía a su lado, callada. Ella estaba sola. Cuando me dijo -ya-, supe que Minerva daba por concluido algo más que aquella inusitada visita. De aquel día, conservo viva la imagen de una figura femenina pequeña, casi exigua, erguida con gallardía  frente a la apabullante grandeza y vitalidad del Atlántico, y la recuerdo sola, como si hubiera sido yo una transeúnte que pasara por allí y hubiera captado su foto desde lejos, con el mar como fondo. No hubo foto, por supuesto, esta es una manipulación voluntaria del recuedo.
                   Dentro de dos años cumpliré la edad que tenía mi tía cuando murió, y los acontecimientos más importantes de mi vida, los que ella hubiera celebrado, han ocurrido desde entonces.  ¿Será por eso?

25/2/11

I'm not prince Hamlet



a mis colegas, que comprenden

Si el trabajo en una editorial fuera comparable con la representación de una obra dramática, me atrevería a decir que sus editores somos los tramoyistas: esos eres oscuros pero útiles que, detrás del telón, fuera de la luz, facilitan la puesta en escena, y cuyo trabajo casi nadie conoce, excepto algunos (que no todos) los miembros de la producción. Y, si por casualidad nos tocara salir a escena para decir algún  parlamento, posiblemente recitaríamos este verso de Eliot:

“No! I am not Prince Hamlet, nor was meant to be”.


Y nadie se queje. Por  su propia naturaleza, el oficio del editor de textos es callado, solitario y sedentario: monacal. Quien no acepte el rigor monótono de esta disciplina, o no lo adquiera con la experiencia, abandonará pronto este medio para dedicarse a tareas más gregarias y felices, igualmente dignas, dentro de la industria del libro...o fuera de ella.


Con esto no quiero decir que somos seres aburridos y tristes los editores, aunque, ciertamente, a veces se nos paga por aburrirnos y entristecernos... sobre todo cuando, entre hermosas y robustas liebres-libros se nos cuela algún gato, y no de raza, al que hay que dedicarle  –por respeto al oficio- la misma dedicación y esfuerzo que a la mejor obra del pensamiento científico o humanístico. Lo aprendí pronto de mi primer editor-jefe: “cuesta lo mismo hacer un buen libro que un mal libro”.  No, no somos aburridos, no podemos serlo para nadie, con la cantidad de información que hemos tenido que deglutir a diario, si es que la hemos aprovechado para nuestro propio crecimiento, esto es, si en el ejercicio técnico de nuestra profesión nos hemos detenido para dejarnos conmover por la belleza de un texto, o hemos aceptado cambiar de actitud o de opinión acerca de algo gracias a la verdad de un argumento bien pensado y documentado.  Y no, tampoco somos tristes, sino nostálgicos, porque siempre andamos deseando editar el libro perfecto, el que no se ha escrito ni publicado.

Tampoco somos el “escritor frustrado” que compensa su carencia de reconocimiento  “crucificando” la obra ajena, aunque entre nosotros hay escritores. Será verdad de perogrullo, pero verdad es: no todo escritor puede ser un buen editor, ni todo editor puede ser un buen escritor (aunque, ciertamente, hay quienes logran ser excelentes en ambas disciplinas, que si bien son distintas en su proceso, se alimentan de una fuente común: la lectura). Por eso, porque la fuente de la que se alimenta la inteligencia de un editor-escritor es la lectura, que requiere dedicación, concentración y tiempo extra, no siempre es posible llevar con holgura estos dos oficios tan exigentes, y uno de ellos sufre en beneficio del otro. Pero ese es otro tema, y yo comencé esta nota recordando a ese  personaje gris del poema de Eliot, un hombre que envejece sin haber hecho nada importante, midiendo su existencia con cucharillas de café; y quise ver en él el secreto de mi oficio:

And indeed there will be time
To wonder, "Do I dare?" and, "Do I dare?"
Time to turn back and descend the stair,
With a bald spot in the middle of my hair—                               40
[They will say: "How his hair is growing thin!"]
My morning coat, my collar mounting firmly to the chin,
My necktie rich and modest, but asserted by a simple pin—
[They will say: "But how his arms and legs are thin!"]
Do I dare
Disturb the universe?
In a minute there is time
For decisions and revisions which a minute will reverse.

Retorno a la analogía teatral: Una tristeza algo  piadosa asalta al editor-tramoyista cuando el autor-actor  desconoce, voluntaria o involuntariamente, el valor de su trabajo para la puesta en escena de la obra-libro: mala cosa para ambos. Nadie conoce mejor que el editor la obra de un autor. Como un maquillista llega a conocer de memoria las arrugas e imperfecciones de los actores,  y si es persona cabal, no sólo las corrige o las disimula, sino que se las calla, así conoce, enmienda y calla un editor las faltas del autor, si éste se deja editar. Mi intuición y experiencia me dicen que pocos autores saben lo discretos que solemos ser, y que no nos escandalizan tanto los errores como la terquedad. Pero como no lo saben, no suelen vernos como a los más fieles amigos de su “obra” sino como a  posibles enemigos o rivales. ¿Su understudy?


Me atrevo a apostar que les ofende la frialdad con la que bisectamos su trabajo para mejorarlo. Cómo, después de tanta investigación, de tanta reflexión como han hecho para llegar a redactar el texto, de todos los trámites, a veces interminables, que tienen que hacer para conseguir que su obra se publique, osamos, los obreros de menor rango y visibilidad en la cadena de producción, encontrarle algún defecto. ¿Acaso seremos maniáticos? Así debe ser, de hecho, para reparar en el detalle. Pero nuestra manía, o mejor, nuestra pasión, no reside en poder imponer nuestro criterio al criterio autorial, sino en multiplicar o hacer que se destaquen al máximo las cualidades de la obra y reducir al mínimo los defectos. Total, casi nunca acudimos a las presentaciones de libros, y cuando lo hacemos, permanecemos en nuestro sitio, fuera de la luz...


Si nos gusta la obra editada, siempre la querremos más que a su autor, y la mantendremos cerca de nosotros, no sólo intelectualmente sino físicamente. Porque nuestra pasión se ve consumada o truncada cuando el libro, pasado el proceso tedioso y largo de la edición textual y del diagramado e impresión,  llega a nuestras manos.  Un libro es una experiencia sensorial. Un editor no “lee” solamente, sino que “siente” el libro, es decir, lo huele, lo palpa, lo toma en peso, lo abre y lo airea. El placer del editor está atado al “producto” tangible, a la presencia material de la obra que ayudó a publicar, aunque no sea responsable de todos y cada uno de los elementos que configuraron la publicación.  Ese objeto está muy lejos de parecerse al bloque de papel que recibió para revisar. Y si el objeto es proporcionado y bello, y su contenido importante, ¿cuánto le puede importar al editor saber que, en la puesta en escena, querrán darle casi el papel de bufón?

No! I am not Prince Hamlet, nor was meant to be;
Am an attendant lord, one that will do
To swell a progress, start a scene or two,
Advise the prince; no doubt, an easy tool,
Deferential, glad to be of use,
Politic, cautious, and meticulous;
Full of high sentence, but a bit obtuse;
At times, indeed, almost ridiculous—
Almost, at times, the Fool.