1/8/12

To muddy death, Premio de Poesía del Instituto de Cultura Puertorriqueña 2011



Después de haber publicado mi primer poemario en 1997 (En el fondo del Caño), el cual obtuvo el Premio del Instituto de Literatura Puertorriqueña, y obtener en 2000 y 2002 el Premio de Poesía del Ateneo por dos colecciones de poemas que permanecen inéditas, podría decir que me convertí en una poeta fantasma:  publiqué solamente, en edición de autor, un librito titulado Mater y sin intenciones de venderlo, sino para regalarlo a personas cercanas. Pero, en todos estos años, nunca abandoné la escritura poética, y el haberme animado a componer To muddy death para someterlo al Premio de Literatura del Instituto de Cultura Puertorriqueña, edición de 2011, supuso un esfuerzo y una apuesta que ha rendido su fruto y ha llenado de sentido la larga espera por ver publicado otro poemario: mi obra resultó ser la ganadora en la categoría de Poesía, y será publicada por la Editorial del ICP. Si romper este silencio editorial será de provecho para los lectores y lectoras de poesía, ya lo sabremos; por ahora, me  basta con saber que la obra será publicada bajo un sello de prestigio.

El poema que anuncia la muerte de Ofelia en Hamlet, de William Shakespeare, y la Ofelia de Millais son el sustrato imaginario de este cuerpo de poemas robados al descanso de la noche. en los que hago un ensayo poético sobre la llamada histeria femenina, vista como la búsqueda fatigosa de una belleza que rompa los moldes impuestos por la crianza y la cultura. En el Laudo, los profesores Alberto Martínez Márquez, Carmen Vázquez Arce y Miguel Fornerín, miembros del Jurado de Poesía expresaron: "En cuanto a la extrapolación del tema del dramaturgo inglés en el poemario de marras, no se trata de una traducción del drama a la poesía: sino más bien, genera desde la figura de Ofelia una poética de la experiencia que trascienda los lugares comunes para insertarse en la reafirmación del ser". (...) "El poemario abre al lector a una multiplicidad de imágenes visuales que nos permiten ver a esa mujer poetizada conducirse o conducida hacia el lodo". 

Entrega de los premios

 La autora (al centro) con la Dra. Mercedes Gómez, Directora del ICP y los demás ganadores de los Premios de Literatura del Instituto de Cultura Puertorriqueña 2011

La entrega de los Premios de Literatura del ICP 2011, junto con el anuncio de la apertura de la Convocatoria de 2012, se llevó a cabo el miércoles, 1 de agosto de 2012 en la Sala Histórica del Archivo General de Puerto Rico en Puerta de Tierra. Además del Premio de Poesía, se adjudicaron premios en las categorías de Cuento y Novela.  “Cuentos cuánticos”,  de Edwin Cuperes Vélez , obtuvo el Premio de Cuento, categoría en la que se otorgó una mención honorífica a  Yolanda Arroyo Pizarro, por su colección “Antes y después de suspirar”. El jurado estuvo formado por Sofía Irene Cardona, Tomás López Ramírez y Carmen Ivette Pérez Marín.  En la categoría de Novela (edición internacional) resultó ganador el español Miguel Ángel González (en coautoría con Juan Carlos Peiró)  por la obra “Siempre se mueren los guapos”. Este jurado estuvo integrado por Yara Liceaga, José Venegas y Mario R. Cancel Sepúlveda. El cónsul de España en Puerto Rico, Eduardo Garrigues, representó al ganador. El Premio de Ensayo, que sería evaluado por el mismo jurado de Cuento, fue declarado desierto debido a que solo se presentó un manuscrito. 

Actualmente, los Premios de Literatura del Intituto de Cultura Puertorriqueña son los únicos en el país en otorgar tanto una buena remuneración económica como la edición de las obras ganadoras, lo cual les sitúa al tope de los certámenes literarios que se realizan en Puerto Rico, y a la par con este mismo tipo de certamen a nivel internacional.
   



26/2/11

Un capricho de la memoria

Mientras se duerme, quién sabe por qué, la memoria destapa caprichosamente algún recuerdo. Hoy he despertado reviviendo aquella tarde en la que mi tía Minerva, cercana ya su muerte, me pidió que la llevara a ver el mar. Yo me coloqué a su lado, de pie; no puedo recordar si ella también estaba de pie o sentada en su sillón de ruedas, y este olvido sí que se me antoja caprichoso, extraño. Sólo conservo en mi memoria la solemnidad de su gesto, de su silencio, la hondura de su mirada que no puedo definir como interrogadora por temor a añadirle una interpretación que puede ser errónea. ¿Qué miraba mi tía cuando miraba el mar, qué sentía, en qué pensaba? ¿Se despedía? ¿Oraba? ¿O simplemente se entregaba a la sensación, al disfrute del roce y de los olores del viento marino, a la contemplación de la luz vespertina que en San Juan puede hacer del océano una llama móvil y dorada lo mismo que un llanto con fijeza de metal plomizo? Yo solamente permanecía a su lado, callada. Ella estaba sola. Cuando me dijo -ya-, supe que Minerva daba por concluido algo más que aquella inusitada visita. De aquel día, conservo viva la imagen de una figura femenina pequeña, casi exigua, erguida con gallardía  frente a la apabullante grandeza y vitalidad del Atlántico, y la recuerdo sola, como si hubiera sido yo una transeúnte que pasara por allí y hubiera captado su foto desde lejos, con el mar como fondo. No hubo foto, por supuesto, esta es una manipulación voluntaria del recuedo.
                   Dentro de dos años cumpliré la edad que tenía mi tía cuando murió, y los acontecimientos más importantes de mi vida, los que ella hubiera celebrado, han ocurrido desde entonces.  ¿Será por eso?

25/2/11

I'm not prince Hamlet



a mis colegas, que comprenden

Si el trabajo en una editorial fuera comparable con la representación de una obra dramática, me atrevería a decir que sus editores somos los tramoyistas: esos eres oscuros pero útiles que, detrás del telón, fuera de la luz, facilitan la puesta en escena, y cuyo trabajo casi nadie conoce, excepto algunos (que no todos) los miembros de la producción. Y, si por casualidad nos tocara salir a escena para decir algún  parlamento, posiblemente recitaríamos este verso de Eliot:

“No! I am not Prince Hamlet, nor was meant to be”.


Y nadie se queje. Por  su propia naturaleza, el oficio del editor de textos es callado, solitario y sedentario: monacal. Quien no acepte el rigor monótono de esta disciplina, o no lo adquiera con la experiencia, abandonará pronto este medio para dedicarse a tareas más gregarias y felices, igualmente dignas, dentro de la industria del libro...o fuera de ella.


Con esto no quiero decir que somos seres aburridos y tristes los editores, aunque, ciertamente, a veces se nos paga por aburrirnos y entristecernos... sobre todo cuando, entre hermosas y robustas liebres-libros se nos cuela algún gato, y no de raza, al que hay que dedicarle  –por respeto al oficio- la misma dedicación y esfuerzo que a la mejor obra del pensamiento científico o humanístico. Lo aprendí pronto de mi primer editor-jefe: “cuesta lo mismo hacer un buen libro que un mal libro”.  No, no somos aburridos, no podemos serlo para nadie, con la cantidad de información que hemos tenido que deglutir a diario, si es que la hemos aprovechado para nuestro propio crecimiento, esto es, si en el ejercicio técnico de nuestra profesión nos hemos detenido para dejarnos conmover por la belleza de un texto, o hemos aceptado cambiar de actitud o de opinión acerca de algo gracias a la verdad de un argumento bien pensado y documentado.  Y no, tampoco somos tristes, sino nostálgicos, porque siempre andamos deseando editar el libro perfecto, el que no se ha escrito ni publicado.

Tampoco somos el “escritor frustrado” que compensa su carencia de reconocimiento  “crucificando” la obra ajena, aunque entre nosotros hay escritores. Será verdad de perogrullo, pero verdad es: no todo escritor puede ser un buen editor, ni todo editor puede ser un buen escritor (aunque, ciertamente, hay quienes logran ser excelentes en ambas disciplinas, que si bien son distintas en su proceso, se alimentan de una fuente común: la lectura). Por eso, porque la fuente de la que se alimenta la inteligencia de un editor-escritor es la lectura, que requiere dedicación, concentración y tiempo extra, no siempre es posible llevar con holgura estos dos oficios tan exigentes, y uno de ellos sufre en beneficio del otro. Pero ese es otro tema, y yo comencé esta nota recordando a ese  personaje gris del poema de Eliot, un hombre que envejece sin haber hecho nada importante, midiendo su existencia con cucharillas de café; y quise ver en él el secreto de mi oficio:

And indeed there will be time
To wonder, "Do I dare?" and, "Do I dare?"
Time to turn back and descend the stair,
With a bald spot in the middle of my hair—                               40
[They will say: "How his hair is growing thin!"]
My morning coat, my collar mounting firmly to the chin,
My necktie rich and modest, but asserted by a simple pin—
[They will say: "But how his arms and legs are thin!"]
Do I dare
Disturb the universe?
In a minute there is time
For decisions and revisions which a minute will reverse.

Retorno a la analogía teatral: Una tristeza algo  piadosa asalta al editor-tramoyista cuando el autor-actor  desconoce, voluntaria o involuntariamente, el valor de su trabajo para la puesta en escena de la obra-libro: mala cosa para ambos. Nadie conoce mejor que el editor la obra de un autor. Como un maquillista llega a conocer de memoria las arrugas e imperfecciones de los actores,  y si es persona cabal, no sólo las corrige o las disimula, sino que se las calla, así conoce, enmienda y calla un editor las faltas del autor, si éste se deja editar. Mi intuición y experiencia me dicen que pocos autores saben lo discretos que solemos ser, y que no nos escandalizan tanto los errores como la terquedad. Pero como no lo saben, no suelen vernos como a los más fieles amigos de su “obra” sino como a  posibles enemigos o rivales. ¿Su understudy?


Me atrevo a apostar que les ofende la frialdad con la que bisectamos su trabajo para mejorarlo. Cómo, después de tanta investigación, de tanta reflexión como han hecho para llegar a redactar el texto, de todos los trámites, a veces interminables, que tienen que hacer para conseguir que su obra se publique, osamos, los obreros de menor rango y visibilidad en la cadena de producción, encontrarle algún defecto. ¿Acaso seremos maniáticos? Así debe ser, de hecho, para reparar en el detalle. Pero nuestra manía, o mejor, nuestra pasión, no reside en poder imponer nuestro criterio al criterio autorial, sino en multiplicar o hacer que se destaquen al máximo las cualidades de la obra y reducir al mínimo los defectos. Total, casi nunca acudimos a las presentaciones de libros, y cuando lo hacemos, permanecemos en nuestro sitio, fuera de la luz...


Si nos gusta la obra editada, siempre la querremos más que a su autor, y la mantendremos cerca de nosotros, no sólo intelectualmente sino físicamente. Porque nuestra pasión se ve consumada o truncada cuando el libro, pasado el proceso tedioso y largo de la edición textual y del diagramado e impresión,  llega a nuestras manos.  Un libro es una experiencia sensorial. Un editor no “lee” solamente, sino que “siente” el libro, es decir, lo huele, lo palpa, lo toma en peso, lo abre y lo airea. El placer del editor está atado al “producto” tangible, a la presencia material de la obra que ayudó a publicar, aunque no sea responsable de todos y cada uno de los elementos que configuraron la publicación.  Ese objeto está muy lejos de parecerse al bloque de papel que recibió para revisar. Y si el objeto es proporcionado y bello, y su contenido importante, ¿cuánto le puede importar al editor saber que, en la puesta en escena, querrán darle casi el papel de bufón?

No! I am not Prince Hamlet, nor was meant to be;
Am an attendant lord, one that will do
To swell a progress, start a scene or two,
Advise the prince; no doubt, an easy tool,
Deferential, glad to be of use,
Politic, cautious, and meticulous;
Full of high sentence, but a bit obtuse;
At times, indeed, almost ridiculous—
Almost, at times, the Fool.




25/10/10

Compostela y una editorial

Doña Margot Arce de Vázquez, Francisco Vázquez Díaz "Compostela" y Carmen Vázquez Arce, en los ochenta
Él, Francisco Vázquez Díaz, "Compostela" (1898-1988), con todas sus heridas y carencias, se sobrepuso como pudo a los traumas que le causó la Guerra Civil española, y aunque no escogió del todo libremente permanecer en Puerto Rico, aquí fundó familia con una de nuestras mujeres más valiosas, Doña Margot Arce Blanco. Aquí fue maestro escultor, formador de las primeras generaciones de escultores puertorriqueños que se educaron en la Universidad de Puerto Rico y en el Instituto de Cultura Puertorriqueña, y creador de una inmensa colonia de pingüinos irónicos y humoristas, críticos de las formas en las que el ser humano se animaliza y "emboba". Al final de sus días, el escultor reconocía como sus mayores logros estas tres hazañas: familia, discipulado, obra. Tal vez por modestia, o por tener conciencia de no ser el único hombre en haber sufrido y superado penurias, no añadió al recuento de sus proezas su valor quijotesco o el lujo de conservar y refinar hasta la sutileza, en la vida y en la obra, su humor juguetón y 
tierno, cruelmente compasivo. 

Una de las hijas del matrimonio, la Dra. Carmen Vázquez Arce, quien, al igual que su progenitora, dirigió el Departamento de Estudios Hispánicos del Recinto de Río Piedras (Universidad de Puerto Rico), ha investigado y documentado por los últimos diez años la jornada vital y artística del escultor gallego, empeñando en su esfuerzo no solamente tiempo y energía, sino una buena parte de sus bienes. Al así hacerlo, ha recuperado, para la memoria del arte puertorriqueño y español, y para su propia memoria, una historia de amor y creación, y ha sumado a su empresa su propia reflexión acerca del sentido del arte de "Compostela". 

Ésta es la investigación que edito en la Editorial de la Universidad de Puerto Rico. Y digo que es historia de amor, porque además de narrar las peripecias del protagonista por hacerse escultor contra toda adversidad, da cuenta, también, de las luchas muy concretas y puntuales que la pareja Vázquez-Arce hubo de librar ante las autoridades universitarias, policíacas y migratorias para poder tener "una vida" en nuestro país. Aunque el libro no se centra en la relación de los esposos, sino en la figura y las hazañas del escultor (su pingüinada artística y existencial en España, Francia, la República Dominicana y Puerto Rico), la narración de la hija deja ver, con una sobriedad no exenta de ternura y admiración infinitas, cuánto debieron apoyarse mutuamente sus padres para poder ser quienes fueron en la cultura de nuestro país. Si los datos sobre la vida y las ocurrencias de Compostela no tienen desperdicio, tampoco lo tiene la discreta pero honda huella marcada por la "mujer fuerte" (me parece oír los adjetivos que don José Ferrer Canales le atribuía a doña Margot: "la apostólica, la benemérita...") que, siendo intelectual de primera fila, y sin dejar de serlo, supo, además, ser compañera del artista y madre de una prole honorable y culta. Juntos, formaron un binomio que, si bien en nuestros días no nos parecería del todo raro, a mediados del siglo veinte era bastante peculiar: la mujer intelectual en la academia, el marido artista en la casa-taller con los niños; teniendo este arreglo familiar en cuenta, se entiende bien que, para el artista, sus logros se resuman en los que ya mencionamos: familia-discipulado-obra. De algún modo, o de muchos, el hombre-pingüino fue escultor de sus hijos, y la esposa, al confiárselos, reconoció en el hombre su capacidad para la ternura. ¿Cómo vivieron esta "rareza" los niños? No lo sabemos, pero  nos resulta obvio que gracias a la generosidad de ambos, que supieron cómo no anularse mutuamente, Puerto Rico pudo tener a dos grandes maestros.

Aunque de amor no se vive ni con él se hacen, necesariamente, libros, puedo decir que publicar el libro Compostela, escultor, de Carmen Vázquez Arce, es un asunto de amor. Me siento mucho más feliz y viva cuando edito un texto como éste, por lo bien cuidado que está en materia investigativa y discursiva, por la calidad de sus materiales fotográficos, y como ya sugerí, por el acercamiento que nos permite hacer a dos figuras ejemplares de nuestra historia reciente, un hombre y una mujer que, en sus respectivas disciplinas, fueron grandes, y que, como pareja, fueron valientes y generosos. Cuando un libro llega a las librerías, nadie sabe su historia, su tras escena, que se diría en el teatro. Esa información es privilegio de los editores, esos seres oscuros y solitarios que pasan largas horas, meses, en diálogo silencioso con  un texto antes de que se publique, y casi nunca acuden a su presentación como libro. Tal vez, la historia de una edición es la parte más humana de nuestro trabajo, lo que nos conecta o desconecta de la realidad a la que un texto quiere aludir, de los fantasmas que quiere convocar.
Compostela, escultor,  se me encomendó en un momento crucial para la institución donde trabajo desde 1993, la EDUPR.  Perdía, en aquel momento, a más de la mitad de mis colegas. Al poco tiempo, se declaró muerta a la Editorial en la Prensa, aunque le quedan signos vitales. Estos signos vitales, somos los profesionales del libro que  seguimos aquí, trabajando oscura, silenciosamente, como siempre. Esta editora, como ya indiqué, edita a Compostela,  con todo el rigor que requiere la obra...y por qué temer al clisé...con todo el amor del que es capaz. 

Esta es mi tras escena: edito un libro excelente en uno de los peores momentos de la Editorial. Y esta es la información de privilegio que comparto, no sin algo de pudor. Si Compostela sobrevivió a la zozobra del exilio, doña Margot al discrimen por género y a la persecución política, y Carmen Vázquez, con su oficio de investigadora y con su devoción filial, le ganó la partida a la desmemoria, por ellos siento vivo este trabajo oscuro y silencioso.   Ellos, sin saberlo, me alientan y acompañan tal como se alentaron y acompañaron mutuamente. Edito la historia y el catálogo de un escultor que instaló, en el trópico, una imposible colonia de pingüinos. Estamos en invierno, las semillas, escondidas bajo la nieve, no están muertas, trabajan para una primavera.  Ya será poco que instale, en mi oficio, la alegría.